miércoles, 4 de julio de 2012

Carta última ( I )

  Las cartas. Hay algunas que ya he quemado. Porque no podía sustraerme a esa inquietante sensación de tener prisioneros a gentes, hechos, circunstancias que algún día me envolvieron, pero de los que ya solo un leve recuerdo acude a veces. Retazos de un pasado repudiado por la edad postrera, por ese otro ente en que los años y las cosas te van convirtiendo. Por la humillación, al fin y al cabo, a que te somete el tiempo, que te obliga a abrir la mano y soltar la presa de esa juventud que, indiferente a tu llanto,te abandona para siempre.
  Pero otra sensación es peor: el temor a que ese reproche mudo, omnipresente, esa tácita venganza, se materialice finalmente en una condena que ejecute a ese ser indolente y lascivo, despreocupado y hedonista, fullero y simplón que fui un día, que pervive -a mi pesar- dentro de mí, que he intentado ahogar sin éxito en multitud de ocasiones y que mantiene la vigencia de los múltiples errores cometidos en el pasado. Ejecución sumaria. Dejando rastros sangrantes en mi habitación, como única prueba, esfumado ya mi cuerpo del presente.
  Porque ¿he de reconocer que mentía?, ¿he de responsabilizarme de las mentiras que, quizá inconscientemente, propalé, prometí, dejé deslizar de mis labios, de mis manos?
  He quemado las cartas porque son la prueba, el mudo reproche -la tácita venganza- de las mentiras que un día escaparon de mis manos.
  Y he tenido la sensación de haber dado muerte. Muerte primero por haber dejado ir muriendo fragmentos de vida adheridos aún a esa coraza externa en que intento arroparme, protegerme. Que estaban vivos y reclamaban un lugar. Que reivindicaban, apelando a su esencia misma, la importancia de que un día estuvieran revestidos. He tenido esa sensación de doble crueldad quemarlas. De rizar el rizo de una crueldad despreocupada, de rematar por fin, con saña, una sentencia inacabada. Investido repentinamente como inquisidor y verdugo al mismo tiempo. Purificación por el fuego. Liberación, en cualquier caso.
  Pero antes de acabar con ellas, las he releído. Hay una pugna entre mostración y ocultación. Hay muchas personalidades, o facetas de la personalidad, escribiendo mis cartas. Hay muchos detalles -aparentemente triviales- que dicen mucho sobre la lucha de la cual es resultado toda esa palabrería. Detalles como punta de iceberg, como restos de naufragio, como una fiebre, única manifestación exterior de la vorágine de leucocitos y corpúsculos invasores.
  Hay muchas personalidades escritoras disputándose una misma pluma. A veces entran en conflicto: engendran esa mentira, la expresión de ese secular fracaso. Cuya génesis intento ubicar -sin coordenadas que me guíen, audazmente- en algún punto de la topografía que compone la existencia, en esa línea abstracta del tiempo, de la cual el propio tiempo se ríe. 
  Releo, pues, mis ominosos escritos pasados, glosando de ya innecesarias explicaciones -justificaciones hacia mí mismo- cada párrafo, cada frase. Dan fe, no tanto del fracaso como de la resistencia a aceptarlo. En lugar de ello, a veces se manifiesta un rechazo interiorizado, equívocamente racional, a unos potenciales, míticos enemigos; quizá tan solo deseados, imaginados, soñados en repugnantes pesadillas. Maestros de la envidia, usurpadores de mis leves posesiones, que surgen por todas las esquinas, las mugrientas esquinas que veo al pasar.
  Pero he quemado también, las historias. He olvidado algunas. Y con una nueva humildad, he decidido buscar esa tan necesaria compañía.
CONTINUARÁ


4 comentarios:

  1. Quemando antiguos papeles, superando etapas, dejando el pasado en el pasado, que es donde debe estar.

    Uy, me he contagiado del espíritu filosófico del texto (se supone).

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  2. Gracias Ángeles por tu com. Ya ves, de nuevo me pasa. Releo con cierto desdén antiguos escritos de los que ya nada espero y, sin embargo, encuentro que muchos de ellos son aún aprovechables. Aún parecen tener cierta vigencia los conceptos manejados y cierta lucidez el estilo empleado. Carta última (1984)

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    1. Puedes quemar todo lo que hayas escrito, puedes intentar olvidar lo que has hecho y conseguirlo, pero nunca podrás deshacerte de lo que hiciste porque ya formará parte de tí para siempre. Al leer dichos escritos encontrarás cosas bellas y cosas que ahora consideras errores; dichos errores fueron el trampolín impulsor a un cambio en tí, a un aprendizaje y por ello hay que darles el valor justo que tienen; son importantes porque te han ido formando y convirtiendo en alguien mejor: más abierto, flexible en los planteamientos, más comprensivo y mundano. Así que cuando leas escritos del pasado, míralos con optimismo, porque son algo importante en tu vida y en tu progreso a ser alguien cada vez mejo.

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    2. Veo que lo tienes bastante claro, Ave. Estoy de acuerdo en lo que dices y sé que lo escrito en el pasado tiene cierto valor, pero el problema es que, dada la cualidad manipuladora del lenguaje, a veces lo utilizamos precisamente para lo contrario, para enmascarar lo que no nos gusta de nuestro pasado o para embellecer o maquillar los recuerdos. No obstante, debo reconocer que el hecho de recuperar algunos escritos de hace más de veinte años y no avergonzarme demasiado de ellos, es una buena señal.

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