Un regalo para Leonardo, 6ª parte
Un sonido apabullante se generó
en algún lugar tras él. Su pequeño navío celestial, haciendo acopio de la
poderosa fuerza que atesoraba, parecía enloquecer y querer aumentar su
velocidad aún más, despreciando la ya tremenda celeridad con que se movía. Pero
el impulso era opuesto: en lugar de sentirse hundido contra el respaldo de su
asiento- señal inequívoca de movimiento de avance-, esta vez ocurría lo contrario, sintiéndose impelido hacia adelante
y fuertemente sujetado por los cinturones que abrazaban su torso. En realidad,
la nave estaba frenando. Leonardo, que tras su viaje de varias horas ya se
había familiarizado, aun de forma rudimentaria, con la mecánica orbital, era
consciente de que el poder de mantenerse en órbita se generaba, obviamente, por la aterradora velocidad de que se había dotado al vehículo, lo
cual hacía que fuera escapando de la tendencia a caer de nuevo hacia la Tierra a causa de la
poderosa fuerza de atracción de la misma. Entonces pensó Leonardo que, si la
nave frenaba, no hacía otra cosa que dejarse caer hacia la bendita Tierra. Un
incipiente brote de pánico comenzó a formarse en su conciencia. Cuando abandonó
la Tierra, lo
hizo abrazado a las garras del enorme pájaro que lo alzó a los espacios de
forma relativamente suave. Pero ahora no había ningún pájaro que lo protegiera
y lo depositara suavemente en el suelo, ya que había sido abandonado a sus
propios medios. De modo que, aceptó, la única forma de volver a la superficie
terrestre era dejándose caer hacia ella...
Se hallaba el maestro sumido en estos sombríos pensamientos, y
calculando la posible fuerza del choque al estrellarse, cuando un pensamiento
más optimista floreció en su mente: era difícil creer que los señores del
espacio le hubieran traído hasta aquí para después dejarle morir estampado
contra el suelo como un vulgar insecto. Ahora recordó una de las imágenes que
había visto en aquellos cuadros de vidrio que tenía ante él: su cápsula
descendiendo suavemente sostenida por una serie de gigantescas sombrillas...pero
algo sacó a Leonardo de estos tranquilizadores pensamientos, devolviéndole a la
anterior inquietud: de nuevo parecía que la nave aceleraba y vio por las
ventanas como ahora lo hacia enfilando hacia las tierras y océanos que tenía
debajo. Al poco, notó un vuelco y observó
por las ventanas como la
Tierra desaparecía y él quedaba mirando al negro espacio que
tenía encima. La nave descendía pero poniendo su parte posterior -seguramente
más robusta- en la dirección de la caída. Una especie de llamarada lo envolvió
todo y ya no pudo ver nada por las ventanas de observación. Un intenso calor
comenzó a adueñarse del habitáculo. “Poderosas fuerzas están luchando ahí fuera”,
pensó Leonardo. “Y yo, una pequeña marioneta dejándose manejar por ellas, solo
protegido por un envoltorio de metal”. Después de agradecer en su fuero interno
la pericia de los constructores de naves del reino de los señores del cosmos,
intentó relajarse y no caer presa del miedo, ya que no podía hacer otra cosa
sino esperar el desenlace de aquel infernal periplo.
A pesar de su propósito, le costó mantener la entereza, pues el calor
iba en aumento llegando a cotas casi insoportables, los ruidos y crujidos de
su cápsula hacían presagiar que acabaría hecha pedazos y el fragor que le
rodeaba era mil veces peor que el de la peor de las tormentas. La luz roja del
habitáculo y la cortina anaranjada que dejaban ver las ya requemadas ventanas
no hacían sino aumentar la sensación de un inmerecido descenso a los infiernos.
Pero, al cabo de unos minutos, todo acabó. La claridad de una límpida
atmósfera rodeó de nuevo al avezado viajero. La velocidad descendió
instantáneamente con un poderoso tirón. Le pareció ver, borrosamente, a través
de las ya opacadas ventanas, cuyos cristales habían soportado los fuegos del
descenso pero habían perdido transparencia, como su aparato parecía desplegar
unas alas que le permitieran desplazarse por el aire eludiendo la caída.
Apareció de nuevo, en la consola, la imagen que antes rememoró, en que unos
enormes lienzos inflados en forma de cúpula, amortiguaban la velocidad del
descenso haciendo este suave y confortable. Sin saber por qué una palabra se
dibujo en sus labios y en su mente al mismo tiempo: "paracaídas".
No tuvo Leonardo más remedio que admirar el ingenio de los señores del
cosmos y la manera en que diseñaron el viaje, ese maravilloso viaje que le
regalaron y que ahora, suponía, tocaba a su fín. Pero las inquietudes no
acababan: ¿hacía dónde se dirigía? ¿Dónde iba a posarse su nave? ¿Caería al
oceáno y moriría ahogado?
continuará
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Ay, pobre Leonardo, que no gana para sustos. Pero ¿y todo lo que está aprendiendo, y que luego legaría a la humanidad futura? Es lo que tiene ser tan listo, que lo visitan a uno los señores del espacio y pasa lo que pasa :-)
ResponderEliminarAhí le has dado. Como sugiero en algunos pasajes, él ya iba comprendiendo la mecánica de toda aquella, para él, nueva ciencia. Su mente ideaba nuevas palabras para nuevos conceptos y adivinaba como iban a desarrollarse los acontecimientos. Bueno, pues así es como yo me lo imagino. ¿Quizá demasiado fantasioso? Por supuesto, de eso se trata. La fantasía es divertida...
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