domingo, 24 de febrero de 2013

Un regalo para Leonardo (VI)

La Biblioteca Oculta de Zöor IV (6)
Un regalo para Leonardo, 6ª parte



  Un sonido apabullante se generó en algún lugar tras él. Su pequeño navío celestial, haciendo acopio de la poderosa fuerza que atesoraba, parecía enloquecer y querer aumentar su velocidad aún más, despreciando la ya tremenda celeridad con que se movía. Pero el impulso era opuesto: en lugar de sentirse hundido contra el respaldo de su asiento- señal inequívoca de movimiento de avance-, esta vez ocurría lo  contrario, sintiéndose impelido hacia adelante y fuertemente sujetado por los cinturones que abrazaban su torso. En realidad, la nave estaba frenando. Leonardo, que tras su viaje de varias horas ya se había familiarizado, aun de forma rudimentaria, con la mecánica orbital, era consciente de que el poder de mantenerse en órbita se generaba, obviamente, por la aterradora velocidad de que se había dotado al vehículo, lo cual hacía que fuera escapando de la tendencia a caer de nuevo hacia la Tierra a causa de la poderosa fuerza de atracción de la misma. Entonces pensó Leonardo que, si la nave frenaba, no hacía otra cosa que dejarse caer hacia la bendita Tierra. Un incipiente brote de pánico comenzó a formarse en su conciencia. Cuando abandonó la Tierra, lo hizo abrazado a las garras del enorme pájaro que lo alzó a los espacios de forma relativamente suave. Pero ahora no había ningún pájaro que lo protegiera y lo depositara suavemente en el suelo, ya que había sido abandonado a sus propios medios. De modo que, aceptó, la única forma de volver a la superficie terrestre era dejándose caer hacia ella...

  Se hallaba el maestro sumido en estos sombríos pensamientos, y calculando la posible fuerza del choque al estrellarse, cuando un pensamiento más optimista floreció en su mente: era difícil creer que los señores del espacio le hubieran traído hasta aquí para después dejarle morir estampado contra el suelo como un vulgar insecto. Ahora recordó una de las imágenes que había visto en aquellos cuadros de vidrio que tenía ante él: su cápsula descendiendo suavemente sostenida por una serie de gigantescas sombrillas...pero algo sacó a Leonardo de estos tranquilizadores pensamientos, devolviéndole a la anterior inquietud: de nuevo parecía que la nave aceleraba y vio por las ventanas como ahora lo hacia enfilando hacia las tierras y océanos que tenía debajo. Al poco, notó un vuelco y observó  por las ventanas como la Tierra desaparecía y él quedaba mirando al negro espacio que tenía encima. La nave descendía pero poniendo su parte posterior -seguramente más robusta- en la dirección de la caída. Una especie de llamarada lo envolvió todo y ya no pudo ver nada por las ventanas de observación. Un intenso calor comenzó a adueñarse del habitáculo. “Poderosas fuerzas están luchando ahí fuera”, pensó Leonardo. “Y yo, una pequeña marioneta dejándose manejar por ellas, solo protegido por un envoltorio de metal”. Después de agradecer en su fuero interno la pericia de los constructores de naves del reino de los señores del cosmos, intentó relajarse y no caer presa del miedo, ya que no podía hacer otra cosa sino esperar el desenlace de aquel infernal periplo.

  A pesar de su propósito, le costó mantener la entereza, pues el calor iba en aumento llegando a cotas casi insoportables, los ruidos y crujidos de su cápsula hacían presagiar que acabaría hecha pedazos y el fragor que le rodeaba era mil veces peor que el de la peor de las tormentas. La luz roja del habitáculo y la cortina anaranjada que dejaban ver las ya requemadas ventanas no hacían sino aumentar la sensación de un inmerecido descenso a los infiernos.


  Pero, al cabo de unos minutos, todo acabó. La claridad de una límpida atmósfera rodeó de nuevo al avezado viajero. La velocidad descendió instantáneamente con un poderoso tirón. Le pareció ver, borrosamente, a través de las ya opacadas ventanas, cuyos cristales habían soportado los fuegos del descenso pero habían perdido transparencia, como su aparato parecía desplegar unas alas que le permitieran desplazarse por el aire eludiendo la caída. Apareció de nuevo, en la consola, la imagen que antes rememoró, en que unos enormes lienzos inflados en forma de cúpula, amortiguaban la velocidad del descenso haciendo este suave y confortable. Sin saber por qué una palabra se dibujo en sus labios y en su mente al mismo tiempo: "paracaídas".

  No tuvo Leonardo más remedio que admirar el ingenio de los señores del cosmos y la manera en que diseñaron el viaje, ese maravilloso viaje que le regalaron y que ahora, suponía, tocaba a su fín. Pero las inquietudes no acababan: ¿hacía dónde se dirigía? ¿Dónde iba a posarse su nave? ¿Caería al oceáno y moriría ahogado?

2 comentarios:

  1. Ay, pobre Leonardo, que no gana para sustos. Pero ¿y todo lo que está aprendiendo, y que luego legaría a la humanidad futura? Es lo que tiene ser tan listo, que lo visitan a uno los señores del espacio y pasa lo que pasa :-)

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  2. Ahí le has dado. Como sugiero en algunos pasajes, él ya iba comprendiendo la mecánica de toda aquella, para él, nueva ciencia. Su mente ideaba nuevas palabras para nuevos conceptos y adivinaba como iban a desarrollarse los acontecimientos. Bueno, pues así es como yo me lo imagino. ¿Quizá demasiado fantasioso? Por supuesto, de eso se trata. La fantasía es divertida...

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