Un bólido celeste, probablemente un fragmento desgajado
del más viejo de los cometas, se dirigirá hacia el tercer planeta del sistema.
Nuestro Vigilante intentará capturarlo, pero su esfuerzo
será vano, pues las redes de energía no podrán alcanzarlo. Cuando se produzca la
separación, debida al influjo de una gran tormenta solar, la temible roca ya se
encontrará demasiado cerca del planeta.
El Vigilante, abrumado, descubrirá que la trayectoria del
bólido lo conduce al corazón de uno de los continentes más viejos y poblados, y
donde se concentra, por ende, el mayor acervo artístico y cultural de la
civilización que habita ese mundo.
Calculará que una colisión de esa magnitud supondrá un
desastre del que la civilización de ese mundo tardará un largo tiempo en
recuperarse, si no sucumbe a sus consecuencias. Millones de muertos, un
continente devastado y consecuencias ambientales impredecibles que afectarán a
todo el orbe.
El Vigilante tendrá que pensar rápido y tomar una
decisión. Durante un milenio ha protegido discretamente el sector asignado,
cumpliendo uno de los principales preceptos de su casta: no hacerse evidente a
los pobladores autóctonos.
El dilema es irresoluble. Si interviene in extremis, será
probablemente descubierto. Si no lo hace, el objeto de sus desvelos dejará de
existir.
El tiempo apremia y en pocos segundos el coloso celeste
descargará toda su fuerza sobre la superficie de ese desgraciado mundo
condenado.
Dispone su navío a máxima velocidad en rumbo de
intercepción hacia el astro maldito, recorre en pocos segundos una abismal
distancia llegando a zambullirse en la atmósfera del planeta. La dorada flecha
que cabalga, lanzada a máxima potencia, casi se evapora en su camino de vértigo.
Al borde del desmayo tiene un vislumbre de los hermosos campos que adornan su
protegido mundo, de los valles y montañas, de los ríos y mares que con su vivo
azul refrescan la mirada y la mente del viajero, y todo ello no hace más que
darle fuerzas para seguir adelante con su suicida decisión. A punto de alcanzar
su objetivo, la desmesurada velocidad de ambos objetos, perseguidor y
perseguido, crea un vórtice de energía que los desvía de su ruta original
despidiéndolos a más de cinco mil kilómetros, hacia una despoblada zona del
continente mayor. Pero el final ya es inapelable. La nave del vigilante choca
con el bolido a unos ocho
kilómetros sobre el suelo. La devastación producida por
la onda de choque es brutal, pero insignificante comparada con el daño que se
podría haber causado. Durante 105 años los pobladores de aquel mundo se
preguntarán qué había pasado. Nunca en ese lapso supieron lo cerca que habían
estado de la aniquilación.
Nunca sabrían que Tunguska había sido la tumba de un
héroe.
Fragmento hallado en La Biblioteca de Zöor
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