domingo, 8 de febrero de 2015

El soldado que lloró por su caballo ( I )

  Me alisté -forzosamente- en el ejército cuando cumplí los veinte años. Acababa de terminar mis estudios y decidí no hacer uso de la posibilidad de retrasar el ingreso a filas ya que tenía por delante un año en el que probablemente no iba a hacer nada de provecho. Después de una corta estancia de adiestramiento genérico en unos barracones de la fría estepa nórdica donde lo más parecido a un arma que vi fueron las palas con las que cada mañana teníamos que despejar la nieve del camino al pabellón de los comedores, llegó la hora de elegir destino y estuve unos días dudando entre las distintas opciones que me habían ofrecido. Finalmente, me decidí por la Caballería, pensando en aprender a conducir carros de combate y patrullar con ellos, audazmente, por las áridas zonas de conflicto. Algunos veteranos habían venido al centro de reclutamiento a dar conferencias sobre las bondades de la vida militar y todas esas pamplinas que pretendían hacerte sentir como un héroe. La verdad es que los peores tiempos de la guerra ya habían pasado y esta había sido alejada hasta más allá de las fronteras de nuestro sistema solar, pero el Ejército mantenía toda una red de servicios de defensa y de logística en los planetas aliados que se hallaban más cercanos al frente. Así, fantaseé con la idea de destruir a golpe de cañonazo los enormes termiteros de aquellos inmundos bichejos que habían invadido Gliese 876 o las pequeñas naves "insuctoras" de los monstruos de Sirio A, que había que detectar y derribar antes de que se enterraran bajo el suelo y empezarán a degradarse expandiendo su carga de ponzoña y podredumbre, que podía llegar a corromper y envenenar grandes extensiones de un planeta. Algún compañero, sin embargo, me había advertido de que  ningún recluta de reemplazo forzoso llegaría a conducir tanques ni a pilotar aviones en este ejercito profesionalizado en el que esas importantes tareas se reservaban a militares que se comprometían por mucho más de los obligatorios quince meses. Y que probablemente, si ingresaba en ese cuerpo, me pasaría el susodicho periodo limpiando barro de las orugas y engrasando piezas de motores.
  Todo esto dejó de tener importancia cuando una calurosa tarde de finales de verano llegué ante la entrada de mi nuevo destino. Un impersonal muro se extendía a ambos lados de aquella, y, en la garita, un displicente soldado de guardia me franqueó el paso al mostrarle mis credenciales. Me presente al oficial de guardia y este, tras mirarme sin el menor interés, le dijo a su asistente:
- Llévale a ver las cuadras, para que vaya familiarizándose...- y volvió a centrar su atención en la enorme copa de brandy que tenía ante él.

  Pensé que bromeaba y que quizá le llamarían así al lugar donde estacionaban los tanques, pero una sombra de duda anidó en mi mente.
Así que le pregunté a mi acompañante:
-Oye, ¿que ha querido decir el capitán con eso de las cuadras?
Ni siquiera me miró. Una vez atravesamos el patio del escuadrón, donde se hallaban los dormitorios de la tropa, accedimos a unos grandes corredores entre muros de piedra que desembocaban en un gran portón entreabierto. En seguida un fortísimo tufo acre y caliente invadió mis fosas nasales. Mi compañero, con una no disimulada sonrisilla ante mi perplejidad, abrió completamente el portón y dijo, simplemente:
- Ya estamos. Las cuadras.
Creo que me mareé y todo. Una enorme nave de altísimo techo con unas grandes claraboyas por las que se filtraba la tenue luz del atardecer alojaba cientos de puestos individuales, separados por muretes. En cada uno de ellos, atado al pesebre, un caballo languidecía -o eso me pareció- en posición de firmes. La mayoría de los caballos eran enormes y debía haber cientos de ellos a juzgar por las interminables hileras de puestos a ambos lados del corredor. Varios grupos de soldados, con mugrientos uniformes de trabajo, se afanaban transportando fardos de paja y recogiendo las abundantes deyecciones de los equinos.
Seguimos caminando, y al llegar al final de aquel corredor pude ver que el pasillo continuaba perpendicularmente con igual o mayor extensión que el tramo anterior. El soldado que me acompañaba, cuyo nombre no llegué a conocer, pues no volví a verlo, al observar la repentina palidez de mi rostro y mis dificultades para respirar con normalidad, dijo compasivamente:
-No te preocupes. Te acostumbrarás.
Entretanto llegamos al final del pasillo. Una pared en la que se abría una pequeña puerta, lo remataba. 
- Ahí dentro hay más cuadras. Reza para que no te toque trabajar ahí. Es donde están los caballos más agresivos.
Acongojado, una serie de pensamientos en vuelo rasante, bombardearon mi mente: no tenía ninguna intención de rezar, ni de trabajar en esa ni en ninguna otra cuadra, ya que con mi preparación, esperaba obtener un puesto administrativo cuando menos. Y por otra parte, ¿cómo podían ser agresivos los caballos?
Mi acompañante adivinó mis pensamientos. Supongo que por la costumbre de tratar con recién llegados.
- No esperes librarte del servicio de cuadras. Aquí todo el mundo está obligado a ello, aunque tengas un puesto de especialista. Y no te extrañes de que haya caballos peligrosos. Son sementales. Tienen su temperamento intacto.
 Aquella noche apenas dormí. Y entre sueños intranquilos me preguntaba "¿dónde me he metido?", o "¿qué sentido tiene todo esto en el ejército actual?". O peor aún, "¿podré aguantar un año recogiendo excrementos caballunos?"


continuará

4 comentarios:

  1. Muy interesante. Espero la continuación.
    PD: ¿hay aquí ramalazos de autobiografía? Lo digo por lo de los termiteros, no por otra cosa ;)

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    1. Pues sí, tienes razón. He reflejado levemente la época en que con mi tanque bombardeaba a esos malditos insectos invasores hasta que me cogieron prisionero. Lo peor del cautiverio fue tener que alimentarme a base de cáscaras de pipas, que era lo único que tenían allí, ya que, como todo el mundo sabe, es el alimento preferido de las hormigas. He tenido la mala suerte de que, aún siendo pacifista, me he visto envuelto en montones de batallas, así que a partir de ahora, las contaré aquí, en plan abuelo "Cebolleta". ¡Que os sea leve! Bueno, bromas aparte, me encanta -y me sorprende- que te haya parecido interesante esta primera entrega del cuentecillo este, que no es más que una fantasiosa deformación de algunos recuerdos inconexos sin mayor importancia.

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  2. No tardes en continuar...

    Abrazotes.

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