domingo, 13 de enero de 2013

Un regalo para Leonardo ( V )

La Biblioteca Oculta de Zöor IV (5)
Un regalo para Leonardo, 5ª parte


  
  Dispuesto a seguir disfrutando de su viaje, Leonardo alejó de su mente las dudas que le inquietaban.
  Observó como la luz solar, que hasta ahora le había acompañado en su periplo, iba desapareciendo a sus espaldas, mientras su trayectoria le llevaba a una profunda sima de oscuridad. Estaba entrando en la sombra de la Tierra, es decir, en la noche. Navegó sobre esa negrura exenta de detalles durante un tiempo indeterminado en el que, como todo buen observador, dirigió su mirada hacia el cielo estrellado. Con una luminosidad inusitada, con una claridad y un brillo especial, las estrellas le saludaron desde su reino de tinieblas, donde podían mostrarse en todo su esplendor a cubierto de la tiranía del astro rey, que, en sus dominios, eclipsaba a cualquier otra celeste luminaria. Pero además, como sagazmente había previsto Leonardo, al encontrarse por encima de la atmósfera, su visión no sufría la interferencia del aire, de las nubes, ni del vibrante vapor de agua presente en el cielo terrestre.

  Este sería, en verdad, pensó Leonardo, el paraíso de un astrónomo, donde podría observar sin molestia ni interrupción alguna, las maravillas de la bóveda celeste. Pudo contemplar las constelaciones, las nebulosas y, sin necesidad de aguzar la mirada, como allá abajo había hecho alguna vez, contempló, en todo su esplendor, esa lejana explosión de difusa luz, ese tapiz recamado de brillantes, desplegado desde el cénit al horizonte, que era la Vía Láctea, la galaxia, el espinazo de la noche. Ahora comprendía Leonardo su verdadera naturaleza. No era una nube o cortina de etéreas nieblas o pequeños astros que pendiera sobre nuestras cabezas. Se trataba de un abigarrado núcleo de millones de lejanísimas estrellas, que, debido a la sobrecogedora distancia, aparecían muy juntas y diminutas. Pero, con toda probabilidad, cada una de esas motas sería equivalente, cuando menos, a la magnificencia de un Sol.



  Leonardo no tenía la menor idea de a qué velocidad debía estar volando, pero prefería no saberlo ya que, de haber sido consciente de ello, pensaba, podría haber enloquecido.

   En cualquier caso, su singladura nocturna no duró mucho más de cuarenta minutos. La noche terminó abruptamente, pues de pronto, un difuso fulgor en el borde del mundo anunció lo más parecido a un amanecer que podía contemplarse en aquellas condiciones. Presenció, dado lo veloz de su movimiento, el rápido ascenso del sol, que disipó las sombras del orbe en cuestión de  minutos.

  Poco después, una tímida Luna hizo su aparición en forma de irregular casquete. Cuando el Sol se fue elevando pudo apreciar con claridad detalles de aquel nacarado fruto del cielo que parecía observar con recelo al navegante desde su privilegiada atalaya cósmica. Una extraordinaria idea estalló en la mente de Leonardo mientras, embelesado, contemplaba el astro. Algún día, con naves parecidas a esta que ahora le llevaba, los hombres podrían visitar nuestro satélite. Y ¿por qué no? Viajar más allá, a otros mundos, a otras estrellas. Como los señores del cosmos, que le habían concedido este maravilloso regalo.

  Ahora Leonardo volvió su atención a la Tierra, al abigarrado espectáculo de mares, tierras y nubes que poblaban su superficie, como una fantástica alfombra que hubiera sido confeccionada por un quizá loco, quizá genial tejedor. Prestando atención pudo distinguir que volaba sobre la vieja Europa. Aunque cubierta de nubes en su porción  más septentrional, pudo distinguir las tierras que bordean el Mediterráneo. Allí estaba la Península Ibérica, esa piel de toro extendida, repujada de un denso relieve; más adelante la peculiar forma de bota de la  Península Itálica, que desde esa magnífica altura parecía una única tierra, lejos del mosaico político de disputas y traiciones que era en la actualidad. Las islas griegas y el Peloponeso, la desembocadura del Nilo, Asia Menor.



La inclinación de su órbita le iba haciendo derivar paulatinamente hacia el ecuador y, por ello, su tangencial trayectoria le llevó a sobrevolar los desiertos de Arabia, encaminándolo posteriormente hacia el Índico. Pronto estuvo de nuevo sobre la línea de sombra. Días y noches de poco más de media hora y la vuelta al mundo en ochenta minutos. La mente de Leonardo se negó a seguir maravillándose y terminó por aceptar con naturalidad todo lo que estaba experimentando en este singular viaje. En este nuevo paso por el hemisferio nocturno Leonardo intentó vislumbar algún detalle a pesar de la oscuridad. Pronto obtuvo recompensa pues, hacia el norte, quizá sobre alguna remota estepa, observó unos breves fogonazos que relumbraban débilmente en la noche. ¡Claro! Era una tormenta con sus relámpagos. Aún tuvo ocasión de observar varias veces más este fenómeno antes de emerger de nuevo al hemisferio iluminado.

  Tras varias órbitas, Leonardo ya se había habituado a la observación de la superficie terrestre y era capaz de distinguir, como en un inmenso mapa desplegado a sus pies la mayoría de los grandes detalles  de continentes y océanos. En una de sus órbitas, habiendo dejado atrás la costa oriental de Asia y cuando, tras sobrevolar el vasto océano, esperaba volver a encontrar las familiares costas de la Europa Atlántica, se llevó una gran sorpresa que le hizo dudar de su cordura. Estaba ante un nuevo continente, una inmnesa tierra que se extendía de Norte a Sur hasta donde se perdía la vista y que hasta entonces no había podido observar porque sus pasos sobre ella habían sido en la fase nocturna. Cuando, más tarde, pudo confirmar que las tierras europeas que había esperado ver se encontraban aún más allá, comprendió que en el lugar del gran Oceáno había en realidad dos grandes extensiones marinas y que entre ellas se encontraba el Nuevo Continente. Recordó ahora haber oído noticias sobre un navegante llamado Vespucci que tras haber viajado con Colón a las llamadas Indias Occidentales, había expresado sus sospechas de que tales tierras no eran parte de Asia como siempre creyó el Almirante genovés, sino que pertenecían a un nuevo continente, el cual se disponía a seguir explorando bajo su propia iniciativa. Decidió Leonardo entonces que tendría que escribir al tal Vespucci y sugerirle, de alguna manera, que sus sospechas eran ciertas. Pero no podría revelar el modo en que había llegado a esa convicción, si no quería ser tomado por loco.



  Sus reflexiones fueron interrumpidas de pronto por una nueva algarabía de graznidos, silbidos y luces rojas que palpitaban acompañadas de un ulular estridente. Cual si se hubiera desencadenado un improbable zafarrancho, al igual que al inicio de su vuelo, todo a su alrededor indicaba que algo iba a ocurrir. De nuevo, los cinturones se tensaron, las luminarias pasaron al rojo y, con una serie de bruscos bandazos, su nave pareció cambiar de rumbo. Comenzaba el regreso… 

2 comentarios:

  1. "La mente de Leonardo se negó a seguir maravillándose y terminó por aceptar con naturalidad todo lo que estaba experimentado en este singular viaje."

    Pero ardo en deseos de ver qué pasa cuando regrese y se pare a pensar en todo esto...

    ResponderEliminar
  2. Una mente privilegiada como la suya seguramente extraerá multitud de fructíferas conclusiones. Pero supongo que lo peor para estos genios que aparecen de vez en cuando en la historia es verse encerrados por las limitaciones tecnológicas y culturales de su época, aunque gracias a ellos es como la sociedad va evolucionando...Gracias por comentar y perdón por el retraso...

    ResponderEliminar