Un regalo para Leonardo, 5ª parte
Dispuesto a seguir disfrutando de
su viaje, Leonardo alejó de su mente las dudas que le inquietaban.
Observó como la luz solar, que hasta ahora le había acompañado en su periplo, iba desapareciendo a sus espaldas, mientras su trayectoria le llevaba a una profunda sima de oscuridad. Estaba entrando en la sombra de la Tierra, es decir, en la noche. Navegó sobre esa negrura exenta de detalles durante un tiempo indeterminado en el que, como todo buen observador, dirigió su mirada hacia el cielo estrellado. Con una luminosidad inusitada, con una claridad y un brillo especial, las estrellas le saludaron desde su reino de tinieblas, donde podían mostrarse en todo su esplendor a cubierto de la tiranía del astro rey, que, en sus dominios, eclipsaba a cualquier otra celeste luminaria. Pero además, como sagazmente había previsto Leonardo, al encontrarse por encima de la atmósfera, su visión no sufría la interferencia del aire, de las nubes, ni del vibrante vapor de agua presente en el cielo terrestre.
Observó como la luz solar, que hasta ahora le había acompañado en su periplo, iba desapareciendo a sus espaldas, mientras su trayectoria le llevaba a una profunda sima de oscuridad. Estaba entrando en la sombra de la Tierra, es decir, en la noche. Navegó sobre esa negrura exenta de detalles durante un tiempo indeterminado en el que, como todo buen observador, dirigió su mirada hacia el cielo estrellado. Con una luminosidad inusitada, con una claridad y un brillo especial, las estrellas le saludaron desde su reino de tinieblas, donde podían mostrarse en todo su esplendor a cubierto de la tiranía del astro rey, que, en sus dominios, eclipsaba a cualquier otra celeste luminaria. Pero además, como sagazmente había previsto Leonardo, al encontrarse por encima de la atmósfera, su visión no sufría la interferencia del aire, de las nubes, ni del vibrante vapor de agua presente en el cielo terrestre.
Este sería, en verdad, pensó Leonardo, el paraíso de un astrónomo, donde
podría observar sin molestia ni interrupción alguna, las maravillas de la
bóveda celeste. Pudo contemplar las constelaciones, las nebulosas y, sin
necesidad de aguzar la mirada, como allá abajo había hecho alguna vez,
contempló, en todo su esplendor, esa lejana explosión de difusa luz, ese tapiz
recamado de brillantes, desplegado desde el cénit al horizonte, que era la Vía Láctea, la galaxia,
el espinazo de la noche. Ahora comprendía Leonardo su verdadera naturaleza. No
era una nube o cortina de etéreas nieblas o pequeños astros que pendiera sobre
nuestras cabezas. Se trataba de un abigarrado núcleo de millones de lejanísimas
estrellas, que, debido a la sobrecogedora distancia, aparecían muy juntas y diminutas.
Pero, con toda probabilidad, cada una de esas motas sería equivalente, cuando
menos, a la magnificencia de un Sol.
Leonardo no tenía la menor idea de a qué velocidad debía estar volando, pero
prefería no saberlo ya que, de haber sido consciente de ello, pensaba, podría
haber enloquecido.
En cualquier caso, su singladura nocturna no duró mucho más de cuarenta minutos. La noche terminó abruptamente, pues de pronto, un difuso fulgor
en el borde del mundo anunció lo más parecido a un amanecer que podía contemplarse
en aquellas condiciones. Presenció, dado lo veloz de su movimiento, el rápido
ascenso del sol, que disipó las sombras del orbe en cuestión de minutos.
Poco después, una tímida Luna hizo su aparición en forma de irregular
casquete. Cuando el Sol se fue elevando pudo apreciar con claridad detalles de
aquel nacarado fruto del cielo que parecía observar con recelo al navegante
desde su privilegiada atalaya cósmica. Una extraordinaria idea estalló en la
mente de Leonardo mientras, embelesado, contemplaba el astro. Algún día, con
naves parecidas a esta que ahora le llevaba, los hombres podrían visitar
nuestro satélite. Y ¿por qué no? Viajar más allá, a otros mundos, a otras
estrellas. Como los señores del cosmos, que le habían concedido este maravilloso
regalo.
Ahora Leonardo volvió su atención a la Tierra, al abigarrado espectáculo de mares,
tierras y nubes que poblaban su superficie, como una fantástica alfombra que
hubiera sido confeccionada por un quizá loco, quizá genial tejedor. Prestando
atención pudo distinguir que volaba sobre la vieja Europa. Aunque cubierta de
nubes en su porción más septentrional,
pudo distinguir las tierras que bordean el Mediterráneo. Allí estaba la Península Ibérica, esa piel de toro extendida, repujada de un denso relieve;
más adelante la peculiar forma de bota de la Península Itálica, que desde esa magnífica altura parecía una única
tierra, lejos del mosaico político de disputas y traiciones que era en la
actualidad. Las islas griegas y el Peloponeso, la desembocadura del Nilo, Asia
Menor.
La inclinación de su órbita le
iba haciendo derivar paulatinamente hacia el ecuador y, por ello, su tangencial
trayectoria le llevó a sobrevolar los desiertos de Arabia, encaminándolo
posteriormente hacia el Índico. Pronto estuvo de nuevo sobre la línea de
sombra. Días y noches de poco más de media hora y la vuelta al mundo en ochenta
minutos. La mente de Leonardo se negó a seguir maravillándose y terminó por
aceptar con naturalidad todo lo que estaba experimentando en este singular
viaje. En este nuevo paso por el hemisferio nocturno Leonardo intentó vislumbar
algún detalle a pesar de la oscuridad. Pronto obtuvo recompensa pues, hacia el
norte, quizá sobre alguna remota estepa, observó unos breves fogonazos que
relumbraban débilmente en la noche. ¡Claro! Era una tormenta con sus
relámpagos. Aún tuvo ocasión de observar varias veces más este fenómeno antes
de emerger de nuevo al hemisferio iluminado.
Tras varias órbitas, Leonardo ya se había habituado a la observación de
la superficie terrestre y era capaz de distinguir, como en un inmenso mapa
desplegado a sus pies la mayoría de los grandes detalles de continentes y océanos. En una de sus
órbitas, habiendo dejado atrás la costa oriental de Asia y cuando, tras
sobrevolar el vasto océano, esperaba volver a encontrar las familiares costas
de la Europa
Atlántica, se llevó una gran sorpresa que le hizo dudar de su
cordura. Estaba ante un nuevo continente, una inmnesa tierra que se extendía de
Norte a Sur hasta donde se perdía la vista y que hasta entonces no había podido
observar porque sus pasos sobre ella habían sido en la fase nocturna. Cuando,
más tarde, pudo confirmar que las tierras europeas que había esperado ver se
encontraban aún más allá, comprendió que en el lugar del gran Oceáno había en
realidad dos grandes extensiones marinas y que entre ellas se encontraba el
Nuevo Continente. Recordó ahora haber oído noticias sobre un navegante llamado
Vespucci que tras haber viajado con Colón a las llamadas Indias Occidentales,
había expresado sus sospechas de que tales tierras no eran parte de Asia como
siempre creyó el Almirante genovés, sino que pertenecían a un nuevo continente,
el cual se disponía a seguir explorando bajo su propia iniciativa. Decidió
Leonardo entonces que tendría que escribir al tal Vespucci y sugerirle, de
alguna manera, que sus sospechas eran ciertas. Pero no podría revelar el modo
en que había llegado a esa convicción, si no quería ser tomado por loco.
Sus reflexiones fueron interrumpidas de pronto por una nueva algarabía
de graznidos, silbidos y luces rojas que palpitaban acompañadas de un ulular
estridente. Cual si se hubiera desencadenado un improbable zafarrancho, al
igual que al inicio de su vuelo, todo a su alrededor indicaba que algo iba a
ocurrir. De nuevo, los cinturones se tensaron, las luminarias pasaron al rojo y,
con una serie de bruscos bandazos, su nave pareció cambiar de rumbo. Comenzaba
el regreso…
continuará
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"La mente de Leonardo se negó a seguir maravillándose y terminó por aceptar con naturalidad todo lo que estaba experimentado en este singular viaje."
ResponderEliminarPero ardo en deseos de ver qué pasa cuando regrese y se pare a pensar en todo esto...
Una mente privilegiada como la suya seguramente extraerá multitud de fructíferas conclusiones. Pero supongo que lo peor para estos genios que aparecen de vez en cuando en la historia es verse encerrados por las limitaciones tecnológicas y culturales de su época, aunque gracias a ellos es como la sociedad va evolucionando...Gracias por comentar y perdón por el retraso...
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