viernes, 8 de junio de 2012

Heroica Mediocridad

  Y sin embargo, qué fácil caer, sin proponérselo, en la rutina, en ese vaivén acompasado que nos mece en la cadencia monótona de los minutos, las horas, los días. Siempre al mismo ritmo, siempre marcando el paso que nos enseñaron ya desde la cuna, sin importunar al gran dios de lo corriente, lo anodino, lo gregario.
  Muchas ideas nos asaltan; se configuran ante nosotros en tonos pálidos, irisados, vivos; nos rodean con su gentil, adulador brazo, haciéndonos creer que importamos a este mundo desabrido y arrogante. Nos alzan en imaginario pedestal, nos invitan a ver, en amena concupiscencia, todas las imágenes de un orbe a vista de pájaro. Creemos, por un momento, hallarnos en posesión de la preciada verdad, de las soluciones precisas, de la posibilidad de descubrir, con pocos esfuerzos, ese camino que según  prometían los antiguos nos llevará a las cotas más altas de la perfección y el goce.
  Pero esta, como otras muchas, es una historia de mediocridad. Una mediocre historia de cotidianas rutinas. de impotencia, de resignación, de conformismo. El cuerpo tiene un límite de desgaste, de lucha. Obsolescencia programada, también a nivel biológico. ¿Conseguiremos algún día saltarnos también este handicap? Pero así es: el cuerpo se cansa de luchar, se desgasta. Nos aplasta el grueso olor de la repetida, consecutiva derrota. A veces, el horror profetizado no llega a materializarse. Su sola insinuación es suficiente para evocar los horrores que desde la noche de los tiempos dejan sin dormir a generaciones, revolviéndose en el lecho ante los terrores que la noche tan eficazmente magnifica. No hacen falta, por tanto, alardes de poderío. Un pequeño ramo adornará la tumba en su sencillez. No hacen falta cortejos. Ni oropeladas exequias. Solo de tarde en tarde. Con eso basta. Pero no solo ese cuerpo cansado y viejo fenece y yace expuesto a la erosión de la naturaleza. También la mente se cansa, produciendo los demonios que atormentarán a su dueño, en los últimos, ruines años de su existencia. Y todas las imágenes funestas que hemos presenciado a lo largo de nuestra vida, archivadas y grabadas con trazo indeleble, aunque hayan sido vividas de lejos, sin mancharse las ropas, sin salpicaduras molestas, vendrán a retozar a nuestro alrededor, recordándonos lo vano de nuestro intento de rodear de perfección y asepsia nuestro devenir cotidiano. En cualquier momento nuestro cerebro puede recurrir a ellas; incluso en los más inoportunos, cuando más aplomo hace falta; cuando queremos gobernar con mano firme nuestro propio destino, el recuerdo nos las ofrece en bandeja de plata; reduciéndonos a un asustado niño que llora muerto de miedo en un rincón oscuro. Y sentir el frío bajo la piel, y ese retraerse de los poros; ocultarse a la vista ajena: que no penetre el vaho exterior...¿a que huele? es el olor de la desesperación, de un callejón sin salida para nuestra marchita existencia. Esconde la cabeza como último intento defensivo.
  ¿Cuántas veces hemos creído oír nuestra propia voz con ese timbre angustiado, en las noches penitentes de después de la batalla? ¿Y quién no ha pisado, involuntariamente, las piltrafas de carne podrida y muerta, y se ha arrepentido luego de su descuido, y no ha podido soportar  la repugnancia de esa sensación aún bullente, de ese contacto en las plantas de los pies?
  Porque todo queda guardado, convenientemente archivado; todas las impresiones, esperando al acecho esas noches, más largas que las otras, donde no hay un alba que las reduzca, sino la propia muerte. Todo queda y, algún día, correrá la misma suerte nuestra sangre, estancada en gruesos coágulos en las venas inertes.
  Pero siempre queda, también, el consuelo de sentirse, en fugaces momentos, en alto, en actitud regidora, aunque sólo sea de un micromundo, inventado por demás, y a satisfacción de su creador, de su dueño y, por ello, más fácil de gobernar. Pero hay ese detalle que siempre se escapa; entre las torcidas líneas halla un camino de evasión y se va a vivir su propio, intricando e individual destino. La célula que, provista de flagelo, vaga por un medio virgen, aun no explorado. No podemos ya saber de ella. Los demás, en gregaria manada, siguen adelante, al compás de la batuta inquieta, presa, también, de una mano temblorosa. No podemos saber, sin embargo, hasta qué punto es nuestro nuestro mundo. Siempre hay mariposas que vuelven. Y traen consigo un equipaje de souvenirs.
  Lo más probable es que nos quedemos, también nosotros, a pesar de nuestra forzada megalomanía, en un cotidiano devenir de hechos sin importancia. Así se forjan las grandes leyendas. Pero al final son solo eso, leyendas. No nos podemos quitar de encima nuestra mediocridad. Sería interesante poder observar a los héroes en su casa, junto a la chimenea. Ellos mismos han de levantarse de vez en cuando a atizar el fuego.
 Porque la leyenda no tiene lugar en el entorno rancio y banal en el que se sucede la existencia. Es fruto de mentes fantasiosas que quisieron dar una vuelta de tuerca a la realidad que los carcomía. Y que pensaron , con acierto, que el único medio de obtener unas migajas de notoriedad estaba en la invención, en el pulido y perfeccionado de hechos burdos que no conducían a ninguna parte. Pero que convenientemente adornados y añadiéndoles algún toque sobrenatural, se convertían en historias perfectamente preparadas para rodar durante siglos por las bocas y las mentes del vulgo zafio y ávido de chismorreos.
 Y los héroes: ¿Dónde están los héroes? ¿Dónde se genera esa casta, esa estirpe dotada de valores que el común de los mortales solo conoce de oídas? No existen los héroes. Ya sucumbieron víctimas de su propia heroicidad. Se inmolaron en la denigrante lucha contra lo podrido, lo obsceno, los más profundos instintos de la corrupta naturaleza humana. Y dejaron de ser héroes. Es más cómoda la vida de un patán.
  Y entonces, ¿sólo queda la mediocridad?, ?¿lo banal, lo vulgar, lo mezquino...?
Qué suerte la de los que mueren despedazados en la batalla, desintegrados, o los que desaparecen difuminándose en el aire. No los encontrarán los ansiosos gusanos, ni podremos oír pudrirse su carne bajo nuestros pies. Alguien se ocupará de crear un mito a su medida y su imagen incorrupta poblará, indeleble, la memoria de generaciones. A ellos no les dio tiempo a cansarse de la lucha. Sus cuerpos no llegaron a desgastarse.
  Pero nosotros tendremos al menos un leve, exiguo privilegio. Podemos contemplar todo ello casi con asco, como desde fuera...Y ¿quién sabe?, quizá en algún momento, al abrigo de las sombras de la noche, podríamos arrojar de nosotros ese bagaje de recuerdos que nos lastran y sentirnos por un momento héroes. El heroismo de soportar, a diario, tanta mediocridad.

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