En el pabellón ya solo quedábamos cincuenta. Muertes
cada noche, recuento de cadáveres cada mañana. El alba fantasmal del rigor
mortis. La esencia en estos cuerpos tocados por la fortuna. Estroncio, plutonio
y calcio. Proteínas, ácidos... y, sobre todo, la proporción exacta. Una
combinación entre millones. Una fórmula mágica. Pero cuando tu cuerpo dejaba de
crear la sustancia, no eras más que una carga. Afortunadamente, el fin de la
productividad coincidía con la muerte. En la mayoría de los casos. Algunos
sobrevivían para arrostrar un trágico final. Arrabales de muerte, abandono,
desecho de la ciudad que te mantuvo con vida mientras fuiste útil.
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La
Máquina. Su
ruido. Un sonido que lo llena todo. Un bramido de satisfacción y fuerza. De
poderío. En el centro de la estancia, omnipotente, imperecedera.
Artificiosamente seductora. Clamando su autosuficiencia -nuestra
prescindibilidad-. Incansable. Un vacío cada vez más extenso -más funcional,
más aséptico- va poblando el lugar. Sus tentáculos fuertes, firmes, van
abriendo brecha, despejando la situación.
Primero los hombres fueron los creadores de la Máquina. Adorado
Dios Creador, Padre Todopoderoso. Pero la Máquina tenía la capacidad de evolucionar,
aprender, inventar cosas nuevas. Para eso fue creada. Hubo un momento en que
alcanzó a tratar a los hombres como iguales. Mis Hermanos los Hombres. Llegó el
momento en que superó la capacidad humana en todos los sentidos. Se ocupaba ya
de todo. Pero necesitaba operarios. Simples Trabajadores a su Servicio.
Ya ni siquiera obtenemos nada a cambio de nuestro
trabajo: somos los Esclavos de la
Máquina.
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Todos los errores cometidos por la humanidad en los últimos
decenios convergían para dar lugar a esta nueva y pavorosa situación. La
radiactividad y sus venenos, la desestructuración de la atmósfera, la extinción
de las especies. El agotamiento de los recursos, la rabia y la ambición
desmedida. Rostros desencajados, cuerpos ateridos. Enfermedad. Jóvenes sin dientes ni cabello. Ni juventud.
Niños sin infancia. Hombres y mujeres encorvados, sin apenas poder ver a su
alrededor. Pero la
Naturaleza siempre halla un camino. Para vivir, para seguir
adelante.
Qué dramático y qué dramáticamente bello.
ResponderEliminarDa miedito, pero eso de la prescindibilidad me ha encantado.